“¡Cuánto la amaba! Era joven, pura, cándida, como nube en cielo abrileño. El pastor la miraba con mucho amor, pensando en el mucho bien que podía hacerle y en el mucho amor que de ella podía recibir. Y ella lo abandona… Es que ha pasado, a lo largo del camino que bordea los pastos, un tentador. con un abrigo de mil colores y un cinturón de oro del que penden cascabeles, melodiosos cual canto de ruiseñor, y ampollas de esencias embriagadoras… y en sus manos un turíbulo brillante de gemas que emana un humo que es hedor y perfume al mismo tiempo, pero que enajena; de la misma forma que los tornasoles de las joyas deslumbran. Pasa cantando mientras deja caer puñados de una sal que brilla en el camino oscuro… Noventa y nueve ovejas miran, pero permanecen donde están; la oveja número cien, la más joven y estimada, da un salto y desaparece en pos del tentador. El pastor la llama pero va más veloz que el viento para tratar de alcanzar al que ha pasado. Para mantenerse durante la carrera, gusta aquella sal, ese le produce un extraño delirio que la abrasa que hace que los pobres ovejas anhela para las aguas fria de los profundos tonos verdes de la selva. Y siguiendo el tentador se adentra en el bosque y trepa y baja y cae… una, dos, tres veces; cada vez, siente alrededor de su cuello el legamoso abrazo de los reptiles et sediento, bebe aguas contaminadas; et hambriento, come hierbas brillantes por las repugnantes babas que las cubren. El pastor bueno deja cerradas en lugar seguro a las noventa y nueve fieles y se pone en camino y no se detiene hasta que encuentra huellas de la oveja perdida. Él lo llama en voz alta, pidiendo pidiendo el viento para llevar a su llamado a ella y la ve desde lejos, ebria, atrapada entre las roscas de los reptiles, tan ebria que no se siente nostalgia por el hombre que ama, antes bien lo injuria, culpable de haber entrado como ladrona, la morada de otras personas, tan culpable que no se atreve ya a mirarlo… Mas embargo, el pastor no se cansa siguiendo sus huellas y llorando cuando los pierde; mechones de lana, pedazos de alma; huellas de sangre, delitos diversos; porquerías, pruebas de su lujuria, pero él sigue y alcanza. ¡Ah, te he encontrado, amada! ¡Te he alcanzado! ¡Cuánto camino he recorrido por ti, para conducirte de nuevo al redil! No agaches la frente humillada. Tu pecado está sepultado en mi corazón. Ninguno lo conocerá, excepto Yo, y te amo. Te defenderé de las críticas de los demás, te cubriré con el escudo de mi propia persona contra las piedras de tus acusadores. Ven. ¿Estás herida? ¡Enséñame tus heridas! Las conozco, pero quiero que me las muestres con la confidencia que tenías conmigo cuando eras pura y me mirabas a mí, pastor y dios tuyo, con mirada inocente… Aquí están. ¡Qué profundas son! ¿Quién te ha hecho estas heridas tan profundas en el fondo del corazón? Fue el tentador, lo sé, el que no tiene ni bordón ni hacha, pero con su mordisco envenenado hiere más a fondo, y sus falsas gemas de su turíbulo, las que te han seducido con sus resplandores y que en realidad eran piedras de azufre infernales, sacadas a la luz para abrasarte el corazón. ¡Mira cuántas heridas, cuántas vedijas arrancadas, cuánta sangre! ¡Cuántas zarzas! ¡Oh, pobre, pequeña alma ilusa! Dime: ¿Si te perdono, me amarás todavía? Dime: ¡Si tiendo a ti mis brazos, vendrás? Tu llanto con el mío lavarán las huellas de tu pecado. Yo, para nutrirte -porque estás consumida por el mal que te ha abrasado-, me abro el pecho, me abro las venas, y te digo: “¡Nútrete! ¡Y vive!”. Ven, te tomaré en mis brazos. Olvidarás todo lo sucedido en esta hora desesperada…”
Ah! Mi Amada! ¡Al Fin Te Alcancé!
María de Magdala
BLACK AND WHITE£6.99
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“¡Cuánto la amaba! Era joven, pura, cándida, como nube en cielo abrileño. El pastor la miraba con mucho amor, pensando en el mucho bien que podía hacerle y en el mucho amor que de ella podía recibir. Y ella lo abandona… Es que ha pasado, a lo largo del camino que bordea los pastos, un tentador. con un abrigo de mil colores y un cinturón de oro del que penden cascabeles, melodiosos cual canto de ruiseñor, y ampollas de esencias embriagadoras… y en sus manos un turíbulo brillante de gemas que emana un humo que es hedor y perfume al mismo tiempo, pero que enajena; de la misma forma que los tornasoles de las joyas deslumbran. Pasa cantando mientras deja caer puñados de una sal que brilla en el camino oscuro… Noventa y nueve ovejas miran, pero permanecen donde están; la oveja número cien, la más joven y estimada, da un salto y desaparece en pos del tentador. El pastor la llama pero va más veloz que el viento para tratar de alcanzar al que ha pasado. Para mantenerse durante la carrera, gusta aquella sal, ese le produce un extraño delirio que la abrasa que hace que los pobres ovejas anhela para las aguas fria de los profundos tonos verdes de la selva. Y siguiendo el tentador se adentra en el bosque y trepa y baja y cae… una, dos, tres veces; cada vez, siente alrededor de su cuello el legamoso abrazo de los reptiles et sediento, bebe aguas contaminadas; et hambriento, come hierbas brillantes por las repugnantes babas que las cubren. El pastor bueno deja cerradas en lugar seguro a las noventa y nueve fieles y se pone en camino y no se detiene hasta que encuentra huellas de la oveja perdida. Él lo llama en voz alta, pidiendo pidiendo el viento para llevar a su llamado a ella y la ve desde lejos, ebria, atrapada entre las roscas de los reptiles, tan ebria que no se siente nostalgia por el hombre que ama, antes bien lo injuria, culpable de haber entrado como ladrona, la morada de otras personas, tan culpable que no se atreve ya a mirarlo… Mas embargo, el pastor no se cansa siguiendo sus huellas y llorando cuando los pierde; mechones de lana, pedazos de alma; huellas de sangre, delitos diversos; porquerías, pruebas de su lujuria, pero él sigue y alcanza. ¡Ah, te he encontrado, amada! ¡Te he alcanzado! ¡Cuánto camino he recorrido por ti, para conducirte de nuevo al redil! No agaches la frente humillada. Tu pecado está sepultado en mi corazón. Ninguno lo conocerá, excepto Yo, y te amo. Te defenderé de las críticas de los demás, te cubriré con el escudo de mi propia persona contra las piedras de tus acusadores. Ven. ¿Estás herida? ¡Enséñame tus heridas! Las conozco, pero quiero que me las muestres con la confidencia que tenías conmigo cuando eras pura y me mirabas a mí, pastor y dios tuyo, con mirada inocente… Aquí están. ¡Qué profundas son! ¿Quién te ha hecho estas heridas tan profundas en el fondo del corazón? Fue el tentador, lo sé, el que no tiene ni bordón ni hacha, pero con su mordisco envenenado hiere más a fondo, y sus falsas gemas de su turíbulo, las que te han seducido con sus resplandores y que en realidad eran piedras de azufre infernales, sacadas a la luz para abrasarte el corazón. ¡Mira cuántas heridas, cuántas vedijas arrancadas, cuánta sangre! ¡Cuántas zarzas! ¡Oh, pobre, pequeña alma ilusa! Dime: ¿Si te perdono, me amarás todavía? Dime: ¡Si tiendo a ti mis brazos, vendrás? Tu llanto con el mío lavarán las huellas de tu pecado. Yo, para nutrirte -porque estás consumida por el mal que te ha abrasado-, me abro el pecho, me abro las venas, y te digo: “¡Nútrete! ¡Y vive!”. Ven, te tomaré en mis brazos. Olvidarás todo lo sucedido en esta hora desesperada…”